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Friday, August 17, 2007
Barneys New York
(Publicada originalmente en www.mylifeintheftrain.blogspot.com)
Años atrás, cuando recién me mudé a Manhattan, conseguí un trabajo como “sales associate” en el apenas inaugurado Barneys New York en Madison Avenue.
No era un trabajo. Era un sueño hecho realidad.
“Tienes tanta suerte”, me dijeron un par de amigas periodistas cuando vieron la enorme sonrisa que tenia en mi cara cuando les di la noticia, “!Quedas contento con cualquier trabajo!”.
¡Cualquier trabajo!
Yo también era periodista, es cierto, pero desde que vine a Nueva York por primera vez de vacaciones, a mediados de los 80’s, mi única ambición era ser uno de esos vendedores en “Rue du Rèves”, “Parachute” o “Comme des Garçons, las super chic tiendas del entonces bohemio SoHo. Altos y delgados, parecían magnificas criaturas flotando entre colgadores y colgadores de bellísima ropa negra con etiquetas europeas o japonesas, los habitantes de un universo de sofisticada perfección.
Ahora, pensé, era uno de ellos.
El nuevo Barneys fue creado como una catedral de la moda por Gene Pressman, heredero del negocio familiar, y Peter Marino, su arquitecto. De los pisos de mármol a los acuarios llenos de peces exóticos en el quinto piso, la tienda parecía el set perfecto para la extravagante bonanza económica de los 90’s, el campo de "shopping" favorito de las hermanas Miller y una generación completa de estrellas de Hollywood.
La inauguración de la tienda ocupó la portada de New York Magazine y The New York Times.
Despues de una entrevista con tres managers, quedé asignado al tercer piso en el departamento femenino, también conocido como “Avant Garde Designers”. Nuestra tarea, como vendedores, era convencer a nuestras clientas que una falda de Dolce de $800 o un vestido de Aläia de $1,600 eran, básicamente, una buena inversión.
Mi primera cliente fue Farrah Fawcett.
Déjenme contarles un poco sobre mi.
Crecí en una familia de clase media en Chile durante la dictadura de Augusto Pinochet. No teníamos libertad, pero teníamos “Charlie’s Angels”.
Volvamos a Farrah.
Llegó con su esperada cara de desorientación. Llevaba puesta el tipo de ropa que las chilenas usan cuando están cuidado a sus niños en la casa, un enorme polerón sobre una gigantesca pollera gitana acompañada de simples zapatillas. Sin joyas.
Su pelo- su célebre pelo- tenía ese reconocible corte y teñido “strawberry blond” que había visto tantas veces en las historias de “What was she thinking?” de los tabloides.
-Necesito algo de ropa- me dijo- ¿Puede ayudarme?
Por supuesto que podía ayudarla- pensé, saboreando desde ya mi cheque de comisión.
Aunque no estaba en el mejor de sus días, Farrah resultó ser una cliente exigente. Nada satisfizo sus altos estándares. ¿Un top de Miyake? Demasiado revelador. ¿Una falda de Donna Karan? Demasiado apretada. Una chaqueta de Viviente Westwood?... ¿Está loco?
Se probó todo lo que había en mi sección. Y también se probó todo lo que en encontré en el tercer, quinto y sexto piso, pero no importó si se trataba de un perfecto traje de Jil Sander o un jean de Diesel, nada iluminó la ampolleta del estilo de Farrah.
Finalmente, después de tres horas de “Hmm, It’s not really me”, llegó a la conclusión de que necesitaba consultarlo con su mamá.
Si, su mamá.
“Vuelvo en un par de horas. Mi mamá necesita ver estas cosas”, me dijo mientras me entregaba una tonelada de ropa, “Por favor guárdelas para mi”.
Estoy seguro que todavía están colgando en el “celebrity closet” de Barneys.
Trabaje ahí durante tres años. Le vendí un traje de Vivienne Westwood a Madonna y un abrigo de cuero de Martin Margiela a Diane Keaton. Sostuve un cenicero para Farah Dibah- la única persona que vi fumar en la tienda en todo ese tiempo- y ayudé a Eva Herzigova a cerrar su “brassiere”.
Liz Hurley y Hugh Grant llegaron a Barneys para recibir su dosis de Aläia y, mientras Liz se probaba unos sexies modelos, Hugh se quedó dormido en una silla con su gorro de béisbol sobre los ojos.
Gwyneth y Brad, Tom y Nicole, e incluso O.J. Simpson y Nicole Brown aparecieron en Barneys tomados de la mano y besándose tiernamente. Y si usted hubiera podido verlos juntos discutiendo el arco de una sandalia de Manolo Blahnik o las ventajas de una chaqueta cruzada de Armani, habría pensado que, de verdad, el amor existe.
“No hagan un alboroto con las celebridades”, nos habían advertido los supervisores durante nuestro entrenamiento como vendedores, “Trátenlos bien, como a cualquier cliente”.
Vaya usted y trate de hacer eso mientras ayuda a Meg Ryan a probarse un jumper de Yoshi Yamamoto.
Meg, en la cúspide de los gloriosos días de “You’ve Got Mail”, era una de esas celebridades que prefieren no ser molestadas. Llegaba a Barneys escondida bajo su melena rubia y unos pequeñísimos lentes de sol, elegía un par de prendas, se las probaba, pagaba por ellas, y se iba sin decir una palabra. Ni una.
“Us Weekly” tiene razón cuando dice que las estrellas son como nosotros.
Ellas también compran un vestido de $2,500 de Vera Wang, lo lucen en alguna fiesta o premiere, se fotografían con él, y lo devuelven al día siguiente todavía oliendo a perfume y champagne.
También, como nosotros, se quejan de lo aburrida que es su vida. “Me encanta este vestido”, dijo una vez Daryl Hannah mientras admiraba un modelo negro y largo de Aläia, “ ¿Pero dónde voy a usarlo?”.
Y, por supuesto, también detestan pagar precios altos. “ ¿Cuánto cuesta esa pulsera de Hermès? ¿$12,0000? Jamás pagaría una suma como esa…”, se quejó una vez Bette Midler.
Todo el asunto era muy “Upstairs, Downstairs”. Uno bajaba al subterráneo, almorzaba en una habitación oscura y sin ventanas conocida como “la cafetería”- ¡Qué celosos estábamos del ‘employee lounge’ de Bergdorf Goodman, con sus increíbles vistas del Central Park!- fumaba un cigarro, alegaba por el precio del arriendo, y regresaba arriba a vender una bufanda de seda de Dries Van Noten de $750.
Inspirados por el descuidado consumo de sus clientes- y aprovechando un conveniente descuento para empleados- los vendedores de Barneys se vestían cada día como si fueran camino a la primera fila de un desfile en Fashion Week.
La mayor parte de lo que se ganaba en Barneys se gastaba en Barneys, y no era raro ver a fabulosas vendedoras en el departamento de zapatos o lingerie, vestidas en Michael Kors de pies a cabeza, buscando desesperadas un par monedas en sus billeteras para pagar el metro.
¡Pero qué importaba! Uno siempre puede caminar a su casa.
La gente dice que los vendedores de Barneys son pesados, fríos y snob. Y, a veces, lo son.
Pero trabajando ahí, es fácil darse cuenta que esto no se debe a un síndrome de alta moda, sino a un puro, simple y claro aburrimiento.
Trate de pasar ocho horas de pie en un día de verano en Barneys, rodeado de ropa en descuento y sin un cliente a la vista- o, peor aun, solo con clientes que buscan lo último del “sale’- y vea como su espíritu y buen humor comienzan rápidamente a derrumbarse.
Usted también ladraría.
Por otra parte, la relación con los clientes a veces se hacía demasiado amistosa. Como cuando la “especialista” en Donna Karan recibió flores y una invitación a salir de parte de una conocida cantante lesbiana (las flores fueron aceptadas. La invitación no). O cuando un entusiasta vendedor del departamento de hombres decidió extender nuestra política de “customer service” a la romántica intimidad del probador.
Sus ventas eran enormes, pero igual fue despedido.
Después de tres años, la magia y fantasía de Madison Avenue comenzó a perder su encanto y renuncié. Mi manager me ofreció un puesto “part time”, dos días a la semana a cargo de la boutique de Hermès en el tercer piso.
Acepté.
Si “Avant Garde Designers” era un mundo extraño, la boutique de Hermès era una lujosa y extravagante casa de locos.
La madura señora a cargo- a la que debía reemplazar en sus días de salida- era un dulce y suave tiburón que protegía su territorio con la ferocidad de un patrulla fronterizo.
Tenia la costumbre de esconder la mercancía mas cara- las carteras Birkin en cocodrilo de $17,000, las escasas bufandas “Butterfly”- en los lugares mas inesperados, rogando que yo no la vendiera y que los clientes interesados regresaran cuando ella estuviera ahí.
Mi primera tarea por la mañana era revisar detrás de las cortinas y debajo de los basureros a ver si encontraba mercancía disponible.
Las Hermèshólicas llamaban desde Hong Kong o Amman buscando la cartera Kelly de trece centímetros en cuero de cerdo en “baby blue”, y yo- desesperado por una venta en un sitio donde las ventas no abundaban- prometía devolverles el llamado en cuanto encontrara una huincha de medir.
Esta gente sabia de qué estaba hablando y era difícil seguirles el paso.
Un día, mientras hablaba por teléfono con un amigo – eso es lo que hacia la mayor parte del tiempo; largas, relajadas conversaciones telefónicas con amigos- vi a Faye Dunaway salir del ascensor y dirigirse directamente hacia mi.
“Tengo que cortar. Faye Dunaway viene en camino”- le dije a mi amigo.
Faye, obviamente, estaba en su día de descanso.
Llevaba puestos un par de pantalones que parecían de pijama. Y una polera. Y el pañuelo en su cabeza no era suficientemente grande como para ocultar los tubos en su pelo.
-No tengo mucho tiempo- informó- necesito la bufanda “Circus” en café y amarillo.
Algo que usted debe saber si algún día se encuentra detrás de un mostrador en Hermès, es que, mas menos, hay aproximadamente 300 estilos diferentes en su bandeja de bufandas.
No tenia la menor idea a que se refería Faye.
Saqué la bandeja y comencé a extender bufandas. Apareció la bufanda “Music”, la bufanda “Vintage Cars”, la bufanda “Greek Mythology”, la bufanda “Exotic Birds”, y cada una de ellas venia en diferentes colores.
Faye comenzó a golpear sus dedos sobre el mostrador de cristal.
-¿Y?
La idea de que estaba haciendo perder el tiempo a la ganadora del Oscar que convirtió el incesto en una leyenda en Hollywood era insoportable.
-No la encuentro- dije aterrado.
-Bueno, ¿Está o NO a cargo de este lugar?- preguntó impaciente.
-Déme un minuto.
Las bufandas siguieron apareciendo: “Explorers of the World”, “Legends of Hollywood”, “Paris Belle Epoque”, “Tigers and Lions”, pero nada que tuviera siquiera un lejano parecido al “Circus” que buscaba.
Para cuando terminé de revisar las bufandas, Faye ya había partido. Seguramente a juzgar a las concursantes de “The Starlet”, el “reality show” donde la vi poco después.
Barneys todavía es mi tienda favorita en Nueva York.
A veces, cuando estoy ahí, reconozco alguna cara familiar. Nos saludamos a lo lejos con un movimiento de cabeza, un signo de complicidad por los viejos tiempos que nos tocó vivir.
Pero en su mayoría, el lugar está lleno de nuevos vendedores. Gente joven, bonita y delgada con tatoos y piercings. Gente que gasta $300 en un corte de pelo y $10 en su comida, que lava a mano sus poleras de $150, que vive en un departamento compartido en Bushwick, y que ayuda a crear esa fantasía neoyorquina de que, sin importar las circunstancias, nada le hará mejor a su vida que una tarde en Barneys.
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1 comment:
Hola! Este post es antiguo pero lo he encontrado por casualidad y me ha encantado, esta genial! No he podido parar de leer hasta encontrar la frase, "publicar un comentario" :)
Te seguire leyendo!
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