Wednesday, December 10, 2014

La Condesa Esta Triste





Faltaban apenas unos días para Navidad, pero la Condesa estaba triste.
Mirándose en el gigantesco espejo de su gigantesco baño, lanzó un gigantesco llanto.
La mucama corrió a su lado.

-“!Condesa, condesa! ¿Por qué llora?”
-“Mira”- respondió la Condesa, “otra arruga en mi ojo derecho”.

La mucama observó minuciosamente el ojo derecho de la Condesa, pero no vio nada.
-“No veo nada”.
-“Eso es porque estás ciega. Ciega y vieja. Y así mismo estaré yo muy pronto. ¡Quiero ser joven y bonita nuevamente!”.
-“Pero Condesa, eso es imposible. El reloj no puede volver atrás. Además ¡mire la vida que ha vivido! ¡Mire las cosas que ha obtenido! Tiene un Conde que la adora, este palacio en Nueva York, la casona en París, el rancho en Argentina, las joyas de María Antonieta, las pieles Zsa Zsa Gabor, los zapatos de Imelda Marcos, el velador de Jackie Kennedy. Tiene pinturas de Warhol en la salita y de Basquiat en el baño. Tiene una escultura de Rodin en el dormitorio. Tiene dinero en Suiza y las Islas Cayman. Tiene un instructor de tenis y un instructor de yoga. Tiene 14 chihuahuas y un bulldog. Tiene una masajista, una terapeuta, un siquiatra, una médium, una facialista y un equipo de abogados. Tiene un llavero con sus iniciales en oro. Tiene yate y un jet. Tiene tantas cosas que ya ni siquiera recuerda todo lo que tiene”.

-“¡Pero no tengo juventud!”- exclamó irritada la Condesa y volvió a romper en llanto.

Esa noche, la mucama llamó a sus tías en Salem, Massachusetts, tierra de brujas, hechiceras y liberales.
Las tres tías, que practicaban magia blanca y en ocasiones gris, pero nunca negra, adoraban a su sobrina y tomaron el caso de la Condesa inmediatamente. De inmediato reservaron tres pasajes en el vuelo 1345 de American Airlines, pero cuando se enteraron de que el vuelo venia- como siempre- con retraso y que les cobraban extra por cada maleta que llevaran y cada trago que tomaran, decidieron volar en sus propias escobas.
Llegaron a Nueva York al día siguiente, trayendo con ellas un regalo muy especial.


-¡ ¿Qué es? ¿qué es”!- preguntó la Condesa excitada cuando las recibió en el salón azul de su palacio en Park Avenue.
-“Es una crema; una crema muy especial”.
-“Déjenme ponerla de inmediato”, dijo la Condesa, sin poder aguantar la ansiedad.
-“!NO!”- gritaron las unísono las tres brujas. “La crema debe ser usada solo de noche y en mínimas cantidades. Su efecto es mágico. No debe ser abusado”.

Esa noche, la Condesa siguió las instrucciones de las brujas, puso en su índice una gota de la crema y la repartió alrededor de su cara. A la mañana siguiente, en cuanto abrió los ojos corrió al espejo y- ¡Ho, ho,ho!-, su rostro tenia una luminosidad y una tersura que no había mostrado en años.
Fascinada con el cambio, a la noche siguiente puso dos gotas y las repartió alrededor de su cara. Y luego pensó, ¿qué mal puede hacer?, y puso dos gotas más, dos más, dos más y dos más, hasta dejar su cara embetunada como un pastel.

A la mañana siguiente, en cuanto abrió los ojos, corrió nuevamente al espejo y -¡Ho, ho, ho!- su cara no era la de una madura Condesa, sino la de una atractiva jovencita que, con suerte tendría 17 o 18 años. No había una arruga en sus ojos o en la comisura de sus labios. Su pelo era rubio y brillante. Su cuello parecía esculpido en mármol. Y su pecho se levantaba insolentemente joven por debajo de su camisa de dormir.

Solo cuando dejó de admirarse a sí misma, la Condesa se dio cuenta que su espejo no era su espejo dorado, sino un simple cristal opaco en un marco de madera. Su baño no era su baño tampoco, su dormitorio no era su dormitorio, y su palacio no era su palacio, sino un mísero departamento de inmigrantes en el Lower East Side que reconoció enseguida: era el departamento donde había nacido y vivido durante su adolescencia.
Horrorizada, arrancó de inmediato y llamó a gritos a su chofer. Pero no había chofer. Su Maybach plateado tampoco estaba. Tuvo que hacer el trayecto del Lower East Side a Park Avenue en Metro, un viaje que la llenó de terror y le produjo nauseas.

Cuarenta y cinco minutos después tocó el timbre de su propio Palacio. La mucama abrió la puerta.
-“!Mucama, déjame entrar!”- ordenó. Pero la mucama la miró con desconfianza, pensando que era otra cazafortunas en busca del Conde, como tantas que habían aparecido en el último tiempo.

-“!Anda a buscar millonarios al bar de Cipriani!”, le dijo, displicente.
-“!Cómo te atreves!”, contestó indignada la Condesa. “!soy la Condesa!”.

La mucama la observó con una mezcla de burla y compasión.

-“La Condesa desapareció hace más de una década. Era una gran señora, llena de elegancia, historia y tradición. Un icono social y de la moda de Nueva York. Tu no eres la Condesa. Tu no eres más que otra de esas jovencitas en busca de un futuro fácil pagado por el Conde”.

La mucama cerró la puerta.


Durante días la Condesa caminó sin rumbo por la ciudad, hasta que una noche, ya hambrienta y cansada, consiguió un trabajo como bailarina en su bar llamado “Magic”, en Queens.
Ahí, mientras subía al caño en el turno de las tres a las seis de la mañana agitando su espectacular cuerpo al ritmo de la música, a menudo pensaba cómo juventud y belleza no lo son todo, cómo el mejor regalo puede ser una maldición, y cómo las glorias de su viejo pasado nunca se repetirían en su joven futuro.