Para ser honestos, la noche del pasado 7 de Julio no fue la primera vez que este reportero se encontró en la esquina de la calle 34 y la Octava Avenida de Nueva York con una rubia medio despeinada, cubierta de rimmel y rouge corrido, con medias rasgadas, shorts desflecados y un pecho a punto de reventar en su ajustado escote, un look similar al que luciría una stripper que acaba de sobrevivir un tornado.
La esquina en cuestión tiene su fama, y no es la mejor. Y por lo mismo fue difícil adivinar esa noche si la horda de jovencitas con variaciones de este aspecto iban rumbo al trabajo- ofreciendo compañía a algún hombre de negocios de visita en la ciudad- o camino al Madison Square Garden para asistir al concierto que ese día, y durante tres jornadas consecutivas, ofreció Lady Gaga.
La superestrella mas grande del mundo en la actualidad es también, a mucha honra, una freak que exige no solo lealtad y compromiso de sus millones de fervientes admiradores, sino también, como está visto, esfuerzo a la hora de elegir su vestuario. Si usted no tiene un par de mini shorts en lycra, abundante laca y un par de zapatos de plataforma que pongan en riesgo su estabilidad- y posiblemente su vida- usted no merece un lugar en Gaga land ni el titulo de “pequeño monstruo”, el cariñoso apodo que Lady Gaga tiene para sus fans. Y estamos hablando de los hombres. Las mujeres, además, deben mostrar una considerable falta de pudor y un especial talento para simular arañazos con sus manos, como si fueran fieras.
¿Qué da Gaga a cambio? Mucho. Música, para partir; canciones que mezclan el esperado ta-ta-ta y la-la-la de un himno de nightclub con un mensaje existencial que a veces es inesperadamente profundo.
¿Qué mas? Estilo, por supuesto, una interminable pasarela de extravagantes atuendos que van de lo futurista a lo gótico, de lo perverso a lo virginal, siempre con un acento extra- un sombrero en forma de langosta, una botas cubiertas de brillantes- que hacen que no importa donde vaya esta mujer, su presencia acapare siempre todas las miradas.
Eso sucedió en el aeropuerto de Heathrow no hace mucho, cuando llegó a Londres envuelta en un traje de plástico negro, como enviada de Dartth Vader, sobre una botas altas, altísimas, que de pronto la hicieron desplomarse frente a todos. Hubo un momento de silencio, un sigiloso clic, y ya, la foto dio vueltas al planeta una decena de veces antes de que la diva hubiera tenido siquiera tiempo de ponerse de pie.
Tanta atención puede ser un arma de doble filo para cualquier estrella, pero no para ella, que la busca, la seduce y la disfruta como si fuera un inolvidable amante.
“La fama me va a matar”, se quejó una vez, y luego sonrió frente a su propia broma. ¿A quién quiere engañar? Le resultaría imposible imaginar una muerte más dulce, con sus pequeños monstruos adorándola, mil cámaras a un costado, y una luz tan radiante siguiendo sus pasos que le seria difícil saber, a esas alturas de su destino, si es la luz de Dios que viene a recibirla o la del Madison Square Garden en una noche como esta de Julio. ¿Puede haber mayor gloria? ¿Mayor felicidad? No en Gaga Land.
Olvidábamos mencionar otro regalo de Gaga a sus fanáticos: empatia, comprensión, cariño y la promesa de una distante pero clara hermandad.
Piense en cualquier otra diva- Diana Ross, Cher, Madonna- y descubrirá que la mayor parte de las veces su relación con el publico es vertical, con ellas arriba y el resto abajo. Con Gaga es distinto, no porque ella no esté arriba- arriba está, y feliz- sino porque hace grandes esfuerzos por conectarse con el público, con SU público para ser exactos, recordándoles constantemente que ellos son los responsables de su rápido e impresionante éxito.
En el Madison Square, algunos de sus diez mil espectadores entregaron el número de sus celulares a la entrada del concierto por razones que no fueron explicadas por los organizadores. Luego, en medio del espectáculo, la estrella marcó uno de ellos y en medio de la multitud sonó la llamada. Una jovencita- la perfecta pequeña monstruo, con maquillaje completo y una cinta como de Minnie Mouse en el pelo- contestó: era Gaga, llamando desde el cielo, invitándola después del show a “tomar té” con ella en su camerino. El diálogo fue transmitido para deleite de todos a través de los gigantescos monitores de la arena, y cuando la cantante colgó y su elegida terminó de gritar en espasmos de histeria, todos lanzaron un suspiro y dijeron, ¿no es amorosa Gaga?.
Con un récord de mas de diez millones de seguidores en Facebook y otros tantos en Twitter y YouTube, Lady Gaga ha formado un ejército que la sigue con devoción y corazón. Son los incomprendidos, los aislados, los que pasan demasiado tiempo en su pieza viendo películas de Tim Burton y jugando con su pelo. Cualquiera que haya sido objeto de soledad o ridículo en el colegio; que haya sido demasiado alto, demasiado bajo, muy gordo o muy flaco, tartamudo, pecoso o malo para los deportes o el baile, está sintiendo el llamado de Gaga, un ángel disfrazado de demonio que promete que todos, tarde o temprano, seremos aceptados y queridos.
En el concierto, el mensaje estuvo perfectamente empaquetado en un show que tuvo algo de ópera, algo de cine, algo de ‘freak show’, un poco de cabaret de Las Vegas, de “performance art” y una pizca de musical de Broadway. Gaga se subió arriba del piano, vomitó en pantalla, derramo sangre sobre su vestido blanco, agitó su cuerpo junto a una pandilla de magníficos bailarines, y se paseó frente a sus admiradores en un enorme vestido blanco, elevada casi hasta el techo, lanzando bendiciones como si fuera la bruja buena de Oz. O el Papa.
Hay quienes preguntan cómo esta cantante, que hasta hace poco mas de dos años actuaba en el turno de trasnoche en algún bar de mala muerte del Lower East Side, se convirtió, de pronto, en la estrella más grande del mundo. Buscando la respuesta uno podrá encontrarse con largos y detallados perfiles en New York Magazine o, mas recientemente, Rolling Stone. Pero no hay nada en esos artículos que explique realmente el fenómeno.
La respuesta, la única respuesta, está en Gaga, su talento, su osadía, y su increíble decisión de tomar, a los 24 años, al mundo preso en sus pequeñas y ambiciosas manos.