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Sunday, December 28, 2008
The Gentleman & The Pope
“Medio en Silencio” pide perdón a sus lectores por la demora, pero las fiestas de fin año, los insuperables “sales” en Barneys y J.Crew, y la tensión bélica entre India y Pakistán han mantenido nuestra atención desviada por unos días.
Pero aquí estamos, de vuelta.
Antes de referirnos a la estrella de este post, Bill Blass, debemos dedicar un párrafo al Santo Padre, Benedicto Ratiznger, líder espiritual del mundo católico y gran benefactor de los zapatos Prada que, con la siempre oportuna ayuda de su secretario personal, también conocido como el “George Clooney” de El Vaticano, decidió celebrar la Navidad dando un mensaje de amor, reconciliación y hermandad.
Vamos al grano.
El Papa ama la humanidad, dijo, siempre y cuando se trate de la humanidad heterosexual. A los gays hay que enfrentarlos como una amenaza, algo similar a la destrucción de la Rainforest, aseguró.
A los ojos del Santo Padre, yo, como hombre gay, ( y quizás a usted) estoy por sobre terroristas y narcotraficantes, la mafia, los truhanes de Wall Street, la pobreza, el Sida y los neonazis como la amenaza mas urgente que enfrenta el planeta.
Who knew?
Eso, sumado a dos noticias que leí esta semana- la primera sobre una lesbiana que fue violada insistentemente por cuatro tipos que gritaban consignas anti-gay durante el ataque, y la segunda, en el New York Times de ayer, sobre grupos musulmanes en Sarajevo que gritan “!!Maten a los gays!!” por las calles de la ciudad, pusieron mi ánimo en un estado algo depresivo.
Y entonces me enteré que Bill Blass, la mas americana de las marcas, cerraba definitivamente sus puertas.
Oh, God.
Una cosa no puede compararse con la otra, dirá usted. Y tiene toda la razón.
El cierre de Bill Blass merece muchas mas lágrimas que los gritos histéricos de algún fanático religioso como Mr. Ratzinger o el grupo Mahoma & The Killers.’
A diferencia de ellos, Blass fue un verdadero caballero que dejó como herencia no un reguero de intolerancia, sangre y odio, sino de belleza y gentileza envuelta en chiffón y seda.
A principios de los noventa entrevisté a Blass en su oficina de la Séptima Avenida.
Un día tomé el teléfono, busqué su número, lo llamé, él contestó el llamado y me citó esa misma tarde a las cuatro.
Hoy día, cuando ningún entrevistado abre la boca si no tiene un nuevo producto para promocionar, y cuando para llegar a cualquier personaje es necesario cruzar una montaña de emails y un ejército de relacionadores públicos, un encuentro como este seria imposible.
Pero Blass era, en el mejor de los sentidos, un caballero a la antigua.
Su oficina no era tan amplia como la de Oscar de la Renta y ni tan perfectamente decorada como la de Carolina Herrera. Había fotos, bocetos, trozos de tela y papeles por todas partes, y perdidos entre todos ellos uno o dos ceniceros que ocupaba para apagar el tren de puros que consumía todo el día.
No recuerdo nuestra conversación en forma exacta, pero sí recuerdo sus ojos intensamente azules y el tono de “man about town” –una onza de Martíni, dos cucharadas de buenos modales, una de humor y un cascarita de ‘gossip’- que usaba para hablar.
Le pregunté cómo había sido ser diseñador de modas en una época en que la profesión estaba apenas un peldaño mas arriba de la de cocinero o chofer, y él, sonriendo, dijo que nunca hablaba de su trabajo en fiestas o comidas, ni antes ni ahora.
A Blass le gustaban los misterios.
Me dijo que había comenzado a diseñar desde muy joven, cuando apenas se empinaba a la adolescencia en Fort Wayne, Indiana, donde creció. “No había nada mas que hacer”, aseguró, “y el aburrimiento es una estupendo estímulo para la creatividad”.
En su autobiografía, publicada poco después de su muerte el 2002, cuanta cómo, inspirado en las peliculas de Hollywood y las revistas de moda, pasaba las tardes de su niñez dibujando a elegantes mujeres en Park Avenue y atractivos hombres en smoking en el Metropolitan Club.
Apenas un par de décadas después, el mismo se convirtió en una de las principales figuras del set que había imaginado, viviendo bajo las intensas luces de Manhattan, rodeado de gente hermosa, famosa o influyente, bailando un día con Brooke Astor y al siguiente con Nan Kempner, compartiendo un scotch con Henry Kissinger y una tarde de velero con William F. Buckley y su mujer, Pat, en la bahía de Westport.
Su vida pareció siempre una canción de Nöel Coward
Aunque ganó una fortuna, aunque su nombre apareció estampado en paraguas, toallas, calcetines, lentes de sol y hasta automóviles, Blass jamás hablaba de dinero. Dejaba, en cambio, que sus casas hablaran por si solas ¡Y como hablaban!
Su departamento en Manhattan y su casa en Darien, Connecticutt, fueron insistentemente publicadas como silenciosa prueba de que todos los sueños del adolescente de Indiana se habían hecho finalmente realidad.
En 1999 Blass vendió su empresa a una compañía que nunca supo manejarla y que la llevó, la semana pasada, a su cierre definitivo.
Una pena.
Pensé en Blass cuando leí las odiosas noticias de esta semana en el periódico.
Pensé que la próxima vez que el Papa o una turba enfurecida de radicales islámicos se le acerque a advertirle sobre los peligros que los gays presentan para la humanidad, usted debería sacar su chaqueta de Bill Blass del closet y, mientras admira la perfección de su corte, la suavidad de su tela y el hipnótico brillo de sus botones de metal, pensar en si este extraordinario objeto puede ser, realmente, tan peligroso.
Esa es la herencia otro hombre gay. Como el teatro de Wilde, la literatura de Capote, la musica de Bernstein, o, por supuesto, los cielos de la Capilla Sixtina.
¿Cual es la del Santo Padre?
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2 comments:
Yo no sé, mi querido Manuel, porqué ese empecinamiento de la iglesia católica con el mundo gay. Es como si para ellos fuera una extraña amenaza, una preocupación constante, quizás una mancha que ellos mismos se quieren sacar de sus santificados y excesivos atuendos.
Porque podría ser cualquier otro grupo o minoría, pero no. Siempre los dardos van hacia allá. Si se le hiciera un psicoanálisis al Vaticano como institución encontraríamos esa respuesta tan soterrada como evidente.
Quizás sean sólo políticas de marketing, modos de encender "fervores". Ese negocio no cierra.
¿Qué saben ellos de la discreción por elegancia?
Desde el psicoanálisis mas que "manchas" reprimidas diría que se trata de la mas simple y llana perversión.
Pero no deja de producir dolor.
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