Conocí a Raquel Correa en 1983, apenas
salido de la escuela de periodismo de la Universidad de Chile, en mi primera
reunión de pauta en la revista Cosas.
Recuerdo haber entrado a la sala de
conferencias en la calle Almirante Pastene y haberme encontrado con ese
magnifico trio del periodismo nacional que formaban Raquel, Malú Sierra y mi
adorada Elizabeth Subercaseaux.
Malú era la Pachamama, la madre tierra,
hablando de la conservación del planeta y de la ecología mucho antes de que la
gran mayoría supiera siquiera que significaba la palabra ecología,.
Elizabeth era la hechicera, una mujer
brillante y seductora que convertía a cualquier personaje- Sergio Fernández,
Carlos Cáceres, el mismísimo Pinochet- en personajes arrancados del realismo
mágico; la periodista que no tenia ningún problema en partir una entrevista con
el tirano de turno como quien comienza
un cuento de hadas aterrador. Su efectismo era eficiente, y su pluma,
incomparable.
Y
Raquel; bueno, Raquel era el halcón. Franca hasta que doliera, directa
hasta que sangrara, era sin dudas la mejor entrevistadora del país. Armada con
su grabadora de pilas doble AA y un cuaderno de apuntes, enfrentó a todo el politburó pinochetista en los 80’s haciendo preguntas
que no solo parecían impertinentes en la época- ¿asesinó o no?- sino evidentemente peligrosas.
Raquel tuvo dos muros protectores: Mónica
Comandari, que nunca dejó que sus
propias convicciones políticas se interpusieran en las de su revista- en los
90’s su editora general fue Mónica González-; y la aparente frivolidad de
Cosas, una revista- mi revista- que escondió detrás de portadas de Carolina Mónaco
y la Princesa Diana de Gales algunas de las entrevistas políticas mas abiertas
de la época.
Recuerdo a Raquel dura y competitiva, y cómo no. Venia de esa primera generación de periodistas mujeres
universitarias; la primera generación que enfrentó a un periodismo paquidérmico, machista, de bohemia extrema, que
si algo sentía hacia las periodistas mujeres era desdén y deseo. Eso era todo. Fue
una generación que se ganó su espacio a
golpes (periodísticos), a profesionalismo y, sobre todo, a un inesperado
talento.
Recuerdo esa primera reunión de pauta, y
a Raquel explicándome, en una frase corta, precisa, helada como un freezer, que
si quería el número de tal o cual
ministro la forma más rápida de
encontrarlo era en la guía de teléfono.
En su momento el comentario pareció cruel,
porque reveló en un chispazo toda
mi ignorancia y toda su sabiduría. Ahora, en perspectiva, me parece obvio.
Su amistad con Malú y Elizabeth fue
siempre motivo de fascinación para mi. No la entendía y quizás todavía no la
entiendo. Me parecían tan distintas, tan opuestas. Unas tan cálidas, otras tan frías.
Con los años he leído entrevistas con
Raquel donde habla de su marido y su adorado hijo, y eso me ha ayudado a
entender que su pasión por la justicia y su decisión de dedicar su vida a
revelar la irritante hipocresía de algunos políticos no fueron los únicos
signos de su profunda humanidad.
No recuerdo de donde viene la foto que
acompaña este post, pero la guarde porque me pareció extraordinaria., Ahí esta
Raquel, joven como un trébol, bonita, intensa, rodeada del aura de inteligencia
que la cubrió durante toda su vida, pero todavía inocente no solo de la fama y el poder que sin duda
llegaron y nunca le importaron demasiado,
sino de las ridículas tragedias y los grandes horrores que le tocaría
observar. Una vida plena no existe sin dolor y sin amor, y Raquel tuvo de los dos a
manos llenas.
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