Han pasado dos días desde la mayor nevazón que haya azotado a Nueva York en los últimos quince años y aun no me recupero.
Manhattan es un barrial de nieve sucia y semi- derretida. Brooklyn, una avalancha. Y Queens…quién sabe como estará Queens.
California Dreamin’
Cada vez que me siento atrapado, pienso en California. No la California de hoy, claro, arrasada por incendios y aluviones, en la bancarrota, con estrellas de realities y un Gobernador que apenas habla inglés.
No. En MI California nunca llueve, las naranjas y las “hierbas” son de ESTE porte, todo el mundo toma Martinis alrededor de la piscina, trata a Robert Evans de “Bob”, a Richard Nixon de “Dick”, y cuando no están cerrando millonarios contratos para series producidas por Aaron Spelling matan las horas paseando por la playa de Malibu en enormes sweaters blancos de cashmere como los que Robert Redford y Barbra Streisand lucieron, gloriosamente, en esa obra maestra del California Dreamin’ que es “The Way We Were”.
Mmm, memories…Recuerdo la lluvia golpeando el techo en la casa de La Reina de mi niñez, la estufa encendida y el manjar recién hecho. Pero lo que más recuerdo de esas tardes son los ojos celestes de Burt Bacharach prometiendo un cielo despejado desde la carátula de su disco “Futures” y la voz de Dionne Warwick susurrando, sugiriendo, el camino a San José.
Mi amor por esa ciudad ambiciosa, glamorosa e intelectualmente arrogante llamada Nueva York es incondicional. Pero, amor mío, ¿por qué tienes que ser a veces tan fría?
En estos días de témpano pienso en ti, California: rubia, dorada, atlética y frívola. La perfecta amante.
Pienso en ese pequeño bungalow en las colinas de Hollywood o la cabaña frente a la costa de Malibu que nunca arrendé. En ese guión para Valerie Perrine y Michael Sarrazin que nunca escribí. En esos almuerzos en el Polo Lounge que nunca compartí con Jacqueline Susan y Dominick Dunne. En esos atardeceres que nunca vi, estacionado en el convertible azul metálico que nunca tuve, ansioso frente un futuro que nunca busqué y que, por lo tanto, nunca llegó.
Como todos los recuerdos, el de mi California permanece congelado en algún lugar de los 70’s, completamente irreal y ridículamente vívido, como esos primeros segundos después de un sueño.
Según mi computador son las 4:23 de la tarde y desde mi ventana puedo ver el sol rojo a punto de desaparecer sobre la montaña blanca que amuralla a Nueva York.
El silencio es total. O casi total.