Faltaban apenas unos días para Navidad, pero la Condesa
estaba triste.
Mirándose en el gigantesco espejo de su gigantesco baño,
lanzó un gigantesco llanto.
La mucama corrió a su lado.
-“!Condesa, condesa! ¿Por qué llora?”
-“Mira”- respondió la Condesa, “otra arruga en mi ojo
derecho”.
La mucama observó minuciosamente el ojo derecho de la
Condesa, pero no vio nada.
-“No veo nada”.
-“Eso es porque estás ciega. Ciega y vieja. Y así mismo estaré
yo muy pronto. ¡Quiero ser joven y bonita nuevamente!”.
-“Pero Condesa, eso es imposible. El reloj no puede volver
atrás. Además ¡mire la vida que ha vivido! ¡Mire las cosas que ha obtenido!
Tiene un Conde que la adora, este palacio en Nueva York, la casona en París, el
rancho en Argentina, las joyas de María Antonieta, las pieles Zsa Zsa Gabor,
los zapatos de Imelda Marcos, el velador de Jackie Kennedy. Tiene pinturas de
Warhol en la salita y de Basquiat en el baño. Tiene una escultura de Rodin en
el dormitorio. Tiene dinero en Suiza y las Islas Cayman. Tiene un instructor de
tenis y un instructor de yoga. Tiene 14 chihuahuas y un bulldog. Tiene una
masajista, una terapeuta, un siquiatra, una médium, una facialista y un equipo
de abogados. Tiene un llavero con sus iniciales en oro. Tiene yate y un jet.
Tiene tantas cosas que ya ni siquiera recuerda todo lo que tiene”.
-“¡Pero no tengo juventud!”- exclamó irritada la Condesa y
volvió a romper en llanto.
Esa noche, la mucama llamó a sus tías en Salem,
Massachusetts, tierra de brujas, hechiceras y liberales.
Las tres tías, que practicaban magia blanca y en ocasiones
gris, pero nunca negra, adoraban a su sobrina y tomaron el caso de la Condesa
inmediatamente. De inmediato reservaron tres pasajes en el vuelo 1345 de
American Airlines, pero cuando se enteraron de que el vuelo venia- como
siempre- con retraso y que les cobraban extra por cada maleta que llevaran y
cada trago que tomaran, decidieron volar en sus propias escobas.
Llegaron a Nueva York al día siguiente, trayendo con ellas
un regalo muy especial.
-¡ ¿Qué es? ¿qué es”!- preguntó la Condesa excitada cuando
las recibió en el salón azul de su palacio en Park Avenue.
-“Es una crema; una crema muy especial”.
-“Déjenme ponerla de inmediato”, dijo la Condesa, sin poder
aguantar la ansiedad.
-“!NO!”- gritaron las unísono las tres brujas. “La crema
debe ser usada solo de noche y en mínimas cantidades. Su efecto es mágico. No
debe ser abusado”.
Esa noche, la Condesa siguió las instrucciones de las
brujas, puso en su índice una gota de la crema y la repartió alrededor de su
cara. A la mañana siguiente, en cuanto abrió los ojos corrió al espejo y- ¡Ho,
ho,ho!-, su rostro tenia una luminosidad y una tersura que no había mostrado en
años.
Fascinada con el cambio, a la noche siguiente puso dos gotas
y las repartió alrededor de su cara. Y luego pensó, ¿qué mal puede hacer?, y
puso dos gotas más, dos más, dos más y dos más, hasta dejar su cara embetunada
como un pastel.
A la mañana siguiente, en cuanto abrió los ojos, corrió
nuevamente al espejo y -¡Ho, ho, ho!- su cara no era la de una madura Condesa,
sino la de una atractiva jovencita que, con suerte tendría 17 o 18 años. No había
una arruga en sus ojos o en la comisura de sus labios. Su pelo era rubio y
brillante. Su cuello parecía esculpido en mármol. Y su pecho se levantaba
insolentemente joven por debajo de su camisa de dormir.
Solo cuando dejó de admirarse a sí misma, la Condesa se dio
cuenta que su espejo no era su espejo dorado, sino un simple cristal opaco en
un marco de madera. Su baño no era su baño tampoco, su dormitorio no era su
dormitorio, y su palacio no era su palacio, sino un mísero departamento de
inmigrantes en el Lower East Side que reconoció enseguida: era el departamento
donde había nacido y vivido durante su adolescencia.
Horrorizada, arrancó de inmediato y llamó a gritos a su
chofer. Pero no había chofer. Su Maybach plateado tampoco estaba. Tuvo que
hacer el trayecto del Lower East Side a Park Avenue en Metro, un viaje que la
llenó de terror y le produjo nauseas.
Cuarenta y cinco minutos después tocó el timbre de su propio
Palacio. La mucama abrió la puerta.
-“!Mucama, déjame entrar!”- ordenó. Pero la mucama la miró
con desconfianza, pensando que era otra cazafortunas en busca del Conde, como
tantas que habían aparecido en el último tiempo.
-“!Anda a buscar millonarios al bar de Cipriani!”, le dijo,
displicente.
-“!Cómo te atreves!”, contestó indignada la Condesa. “!soy
la Condesa!”.
La mucama la observó con una mezcla de burla y compasión.
-“La Condesa desapareció hace más de una década. Era una
gran señora, llena de elegancia, historia y tradición. Un icono social y de la
moda de Nueva York. Tu no eres la Condesa. Tu no eres más que otra de esas
jovencitas en busca de un futuro fácil pagado por el Conde”.
La mucama cerró la puerta.
Durante días la Condesa caminó sin rumbo por la ciudad,
hasta que una noche, ya hambrienta y cansada, consiguió un trabajo como
bailarina en su bar llamado “Magic”, en Queens.
Ahí, mientras subía al caño en el turno de las tres a las
seis de la mañana agitando su espectacular cuerpo al ritmo de la música, a
menudo pensaba cómo juventud y belleza no lo son todo, cómo el mejor regalo
puede ser una maldición, y cómo las glorias de su viejo pasado nunca se
repetirían en su joven futuro.
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