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Thursday, February 14, 2008
Por Amor de Dios
Recuerdo perfectamente el día que abrí mi corazón a Cristo.
Fue el mismo día que decidí cambiar de “look” y dejar crecer mi pelo hasta los hombros.
Como el Señor.
Fue una tarde de inverno de 1974, en el cine Santa Lucia del centro de Santiago, donde mi madre nos había llevado a mi hermana y a mi a ver “Jesucristo Superestrella”.
Hasta entonces mi relación con la religión había estado marcada por la rutina y una absoluta falta de interés.
Es cierto que todos los lunes recitaba con mis compañeros un adormilado Ave Maria frente a la virgen instalada en el patio del colegio, y que los domingos nunca faltaba a la misa de mediodía. Pero estas eran actividades que me provocaban tanta reflexión como lavarme los dientes cada noche.
Era lo que todo el mundo hacia, ¿No?
Uno se persignaba, se arrodillaba, se golpeaba el pecho, decía que todo era su culpa, se levantaba, se arrodillaba nuevamente, comía la ostia y luego pasaba media hora conversando con sus amigos y vecinos a la salida de la Iglesia.
Eso me hacia, a todas vistas, un buen católico.
Pero no uno verdadero.
Todo cambió cuando escuché “el llamado”, que, en mi caso, llegó acompañado de un pa-pa-pa de trompetas y tambores, un viejo bus Wolkswagen repleto de hippies, una partitura escrita por Sir Andrew Lloyd Webber y la extraordinaria figura de Nuestro Señor Jesucristo encarnado, con envidiable aplomo y extraordinaria belleza, por Ted Neely.
Si el paraíso incluía a este Jesús (Ted) y su grupo, quería ser parte de él.
¡Aleluya!
Ese día ví la historia sagrada como nunca antes, con Judas Iscariote en plena regalía “pimp-glam” acompañado de coristas cubiertas de flecos, no muy distintas a las bailarinas de “Solid Gold’; una Maria Magdalena merecedora de seis Grammys; un grupo de apóstoles con el que me podía imaginar fácilmente pasando noches en las colinas de Gtsemani, bebiendo vino (que nunca se acaba) y fumando pitos de Marihuana, y soldados romanos que parecían estrellas del rock, con el pelo largo, barba de tres días, ajustados jeans y “tank tops” rosados.
Heaven.
Ví la película nueve veces. Puse fotos de sus estrellas en mi velador, y la de Jesús (Ted) junto al crucifijo en mi pared. Oré cada noche de rodillas en la cama, con los ojos cerrados, rogando para que Dios me llevara a California, Israel, Woodstock o donde quiera que estuviera filmando el Señor por esos días.
En las mañanas bajaba temprano a poner mi “soundtrack” en el stereo, y cada noche, antes de dormir, escuchaba a Yvonne Elliman (Maria Magdalena) susurrar por los parlantes…
Don't you know
Everything's alright
Yes everything's fine
And we want you to sleep well tonight
Let the world turn without you tonight
If we try
We'll get by
So forget all about us tonight
I was a New Born Christian.
Mi guardarropa comenzó a reflejar la intensidad de mi nueva fé. Mis pantalones rayados, enormes cinturones, gastadas poleras y lentes “aviador” con cristal de espejo eran el símbolo de mi devoción a Cristo.
-“Por amor de Dios, mijito, vístase como la gente”- alegaba mi mamá.
-“Por amor de Dios”- le contestaba yo con la certeza de los que han encontrado LA verdad-“… Usted lo ha dicho. Por amor de Dios”.
Unos meses mas tarde, cuando estábamos almorzando un día Domingo, sonó el timbre de la casa.
Mi mamá se asomó por la ventana.
-“Son Mormones”, informó, “Esos gringos que andan puerta a puesta hablando de religión”.
Salté de la silla y corrí a la ventana. Ahí vi a dos gringos de pelo corto, vestidos con pantalones oscuros e impecables camisas blancas, que llevaban un montón de folletos en las manos.
-“No se preocupen, yo me encargo”- anuncié.
Corrí al baño, revisé que mi melena estuviera descuidadamente en su lugar, me puse un poco de colonia y abrí dos botones de mi camisa, para que se viera mi cruz de plata colgando sobre mi pecho adolescente.
-“ ¿Has abierto tu corazón a Cristo?”, preguntaron los gringos, pasándome una revista de Comics que explicaba como debíamos prepararnos para la segunda llegada del Señor.
-“Si, lo he abierto”, contesté, modesto, sumiso, como Santa Juana de la Cruz, la peor de todas.
Y ahí estuvimos, 45 minutos conversando. Ellos hablando del profeta Joseph Smith y como había recibido revelaciones directas de Dios, y yo escuchando a medias, sumergido en la profundidad de sus ojos azules, mientras jugaba con la cruz de plata.
-“ ¿De donde vienen?”, pregunté finalmente.
-“Utah”, respondieron al unísono.
-“Utah…Suena bonito. Utah”.
Ese fue el día en que me convertí en Mormón.
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4 comments:
JAJAJAJAJAJAJA, Genial, Genial ...
Confieso que COMPRE tu libro y lo lei, pero no recuerdo tanto humor como en este post.
Te inclui en mi maletin literario junto con Menndicuti, Leavitt y otros.
Saludos
RR
I'm honored!!
Gracias RR
Gran historia. Mis respetos.
PG
Cortémosla de andar publicando gratis fragmentos fundamentales de tu próximo libro, pos, Manolito, ponte las pilas.
Un beso de tu ed.
A
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